La muerte de Pepe Mujica, este ejemplar extrañísimo de la izquierda latinoamericana, ha servido para que se hable durante unas horas –pero se hablará sin duda durante muchos días– de todo lo que la política podría ser y casi nunca es. Mujica era un hombre sabio sin alharaca, y se había ganado la sabiduría a punta de dolores; pasó por la violencia y vivió en ella, como actor y mucho más como víctima, pero fue uno de los rarísimos revolucionarios que saben para qué sirve el fracaso. No se parecía a nadie, no sólo por la rara coherencia entre su vida privada y sus convicciones públicas, sino porque brevemente puso de moda la posibilidad de que el poder político sirviera realmente para mejorar la vida de los ciudadanos. Y no se me escapa que en su caso, como en tantos otros, la imagen que tenemos los que lo vimos desde fuera puede omitir o ignorar o sufrir sesgos, y no se me escapa que su presidencia, como todas, tuvo errores (el poder es eso que es imposible tener sin equivocarse); pero aún los que ya hemos perdido todas las ilusiones vimos en su paso por la presidencia de Uruguay una prueba irrefutable, frente a nuestros ciclos eternos de corrupción, indolencia e idiotez, de que es posible otra forma de hacer las cosas.

Los presidentes de la izquierda latinoamericana se apresuraron a despedirlo, y la derecha más boba –la de Milei, por ejemplo– guardó un comedido silencio cuando hubiera podido ser tan boba como siempre: hubo mucha bobada y mucha hipocresía tras la muerte del papa Francisco. En eso, en ese silencio comedido, hay algo de la autoridad moral que Mujica tuvo en sus últimos años de vida. En cuanto a la izquierda que lamentó su muerte, yo no he podido no lamentar, a mi vez, la distancia enorme que se abre entre Mujica y el presidente colombiano Gustavo Petro. Alguien escribirá seguramente un largo intento por trazar sus vidas paralelas, y nos fijaremos en que los dos fueron guerrilleros, y los dos estuvieron en la cárcel, y los movimientos de los dos –el M-19 y los Tupamaros– se parecieron mucho (en cierto sentido, el M-19 tenía más en común con los Tupamaros que con las guerrillas del campo colombiano: las FARC o el ELN, por ejemplo). Pero luego se hacen visibles las diferencias, las inabarcables diferencias que había entre los dos hombres: de ideas, de temperamento, de eso que llamamos liderazgo. Por supuesto que los separan también varios años de edad, pero yo no creo que Petro vaya a aprender en lo que le queda de vida todo lo que Mujica sabía antes de morir. Porque no es una cuestión de tiempo, sino de carácter.

Y no se trata de las diferencias prácticas: es verdad que Mujica despreciaba las redes sociales y nunca las usó para hacer política, y ni siquiera, por lo que me dicen, tenía un celular propio; y es verdad que a veces los colombianos, si nos ofrecieran un deseo, pediríamos que Petro no tuviera celular: porque Petro no sólo usa sus redes sociales para hacer política, sino que a veces parece que sólo hiciera política en ellas. Y siempre es política de la mala: fuera de sus trinos desquiciados, donde ventila sus resentimientos incoherentes y crea catástrofes económicas o crisis políticas en dos segundos de sus insondables madrugadas bogotanas, Petro ha sido incapaz de llevar absolutamente nada a la realidad, y más bien ha usado ese altavoz formidable para amenazar o insultar –el adjetivo nazi es uno de sus favoritos– a todo lo que represente a sus contradictores ideológicos. Por supuesto que el comportamiento en las redes sociales es el mejor comentario sobre lo que es una persona; y uno puede tratar de imaginar lo que hubiera trinado Pepe Mujica si alguien le hubiera abierto a la fuerza una cuenta de X. Pero yo sospecho que hubiera comprendido la profunda inanidad, la venalidad involuntaria y el narcisismo irresponsable que pasan por política en esos lugares.

Pero no me refiero a eso. Me refiero más bien a las pequeñas y grandes coherencias: Mujica logró pasar –él o los suyos– leyes inmensas sobre el derecho al aborto, el matrimonio igualitario y la despenalización de la marihuana, y a Petro, que siempre ha defendido lo mismo de palabra, no le ha parecido contradictorio traer a su movimiento a un predicador evangélico antiabortista y homófobo (que recomendaba luchar contra el covid afeitando una pelota de goma con un cuchillo mientras pronunciaba una especie de encanto), ni mantener como ministro del Interior a un manipulador oscuro que ha sido denunciado varias veces por violencia de género. Tampoco le ha parecido contradictorio darle asilo político al expresidente panameño Ricardo Martinelli, un ejemplar de manual de esa nueva derecha trumpista, un condenado por delitos económicos que evadió su sentencia escondido en la embajada de Daniel Ortega. Y no digo que Petro deba donar el 90% de su sueldo, como hacía Mujica, y tampoco digo que no tenga derecho a hacerse implantes de pelo o cirugías estéticas mientras despotrica contra el materialismo capitalista. La psiquis de los hombres es muy compleja; de todas formas, vivir de manera coherente es muy difícil.

A veces pienso en el Mujica sereno que parecía siempre dispuesto a gastar el tiempo hablando con la gente, oyendo a los otros, sin perder por eso las convicciones más profundas: las que son más profundas que cualquier ideología, porque son convicciones éticas. Tiene uno la impresión de que en eso se pasó la vida después de haberse retirado de la presidencia: tratando de ver el mundo con lucidez, tratando de entender lo que antes no había entendido, tratando de llegar a buenos términos con sus propios errores. Qué contraste brutal con Petro, que es incapaz de cualquier forma de diálogo –aun con los que más cerca tiene–, que sólo puede ver el mundo entre las anteojeras de su ideología, que se llena la boca con palabras como amor y paz y vida mientras dedica cada segundo a fomentar el odio entre los suyos y los otros, los que están con él y los que no: recuerden el discurso lamentable –uno entre tantos– de días pasados, cuando aprovechó el asesinato de un simpatizante suyo para hacer política barata: “Alberto es el primer muerto gracias a las decisiones de ese Congreso, por haber negado el tránsito de la ley de la reforma laboral”, dijo, y hasta llamó a una senadora por su nombre: “Aunque no lo ordenó la señora Blel, la sangre de Alberto hoy la ensucia a usted y a su familia”.

Qué quieren ustedes: por más que lo intento, no logro imaginar a Pepe Mujica descendiendo a estos niveles de mezquindad que rayan, ellos mismos, en la incitación a la violencia. Mientras Petro dedica cada segundo a dividir y a enfrentar a los colombianos desde el más barato de los resentimientos, desde la más simplona de las demagogias, Mujica –que tuvo que aguantar críticas duras por no perseguir con la justicia a los militares golpistas de su país, que lo torturaron durante años– pasó los últimos tiempos tratando de hablar siempre para sanar heridas. Muchos lo llamaron filósofo, tal vez despectivamente. Pero filosofar, nos dejó dicho el viejo Montaigne, es aprender a morir. A Mujica le llegó la muerte con la lección bien aprendida. Ya quisieran otros –ya quisiéramos todos– poder decir lo mismo.



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