El Madrid es grande, popular, glorioso, una inexpugnable fortaleza cuando llegan los títulos. Pero cuando no alcanza la máxima altura competitiva, también sabe ser cruel. Si tiramos un anzuelo en el imaginario madridista, veremos especímenes de distinta gradación, pero en los malos momentos pican los peores. Lo saben Ancelotti, Rodrygo, Lucas Vázquez, Víctor Muñoz… Sobran las víctimas cuando el equipo no gana. Y los principales verdugos son una patrulla de odiadores que van de defensores del madridismo.
Víctor Muñoz tuvo un mano a mano contra el Barça, el balón se torció por un mal bote en el momento de golpearlo y se fue desviado. Antes que un error pareció un sacrificio. Ardieron las redes con mensajes repugnantes de tipos que se creen que ese gol lo metían hasta ellos. Pues no. Ustedes se cagarían encima solo con salir del túnel.
Tiempo de los árboles es una novela de Matías Manna, analista de la selección argentina. En un pasaje del libro, un grupo de jugadores de alto nivel miran juntos un partido del fútbol japonés. Son testigos de errores groseros, pero no los juzgan. A ese respetuoso silencio Matías Manna lo explica así: “Es la solidaridad de los que saben de qué trata eso que está ocurriendo”.
No es lo mismo la mirada de un profesional que la de un hincha con un irremontable mal humor después de una mala temporada. Es el fútbol, me dirán, con su péndulo que acaricia en días de gloria y se convierte en bola de demolición en tiempos difíciles. Pero es vuestro equipo, es un canterano, es la ilusión largamente esperada de un chico al que le han arruinado el bautismo. Tanto a él como a Jacobo y Gonzalo (últimas apariciones) les esperan quince años de éxitos, pero seguramente Raúl ya les habrá enseñado que el fútbol profesional no le extiende a nadie una alfombra roja. La resistencia a la frustración es imprescindible para sobrevivir al máximo nivel. En el Madrid, más.
Si a Víctor Muñoz le arruinaron el debut, a Carlo Ancelotti le arruinaron la despedida. Le sienta bien el pasado con el recuerdo inolvidable de un racimo de grandes títulos y un talante siempre digno. El evangelio según Ancelotti debiera convertirse en obligatorio en el club. También le sentará bien el futuro, cuando visite el Bernabéu y sea aplaudido como la leyenda que es. Pero el presente es difícil de digerir. Hoy es un acróbata de cuerda floja que gestiona la decadencia, cuando ya asoma el próximo entrenador para refundar el equipo con nuevos fichajes.
No sé si la rapidez de este tiempo histórico es superior a la que puede asumir el fútbol, o si esta misa de difuntos, con la pasión puesta al servicio del sufrimiento, no es más que el resultado de unas expectativas disparadas por el fichaje de Mbappé. El Madrid empezó la temporada con más cuadros de los que caben en una pared y esa fiesta para los sentidos terminó desmoralizando a Rodrygo, confundiendo a Vinicius, empeorando a Bellingham… Como las desgracias nunca vienen solas, la plaga de lesiones hizo el resto. Tiempo de transición que obliga a dar vuelta a la página rápidamente para responder al fiero desafío que ha lanzado el Barça y el resto de la rica Europa futbolística.
Quedan pocos días para pasar este mal trago, pero conviene no olvidar la gloria que trajeron varios jugadores de la plantilla a los que se está poniendo en duda. Que la famosa mayoría silenciosa active la memoria y se haga sentir por encima de los cretinos que de tanto amar al club, lo denigran. Luego llegará el Mundialito y el Madrid seguirá siendo el Madrid. Épica o castigo.
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