El mundo parece estar enloqueciendo. Lo que antes se consideraban conquistas políticas y morales irreversibles hoy se revelan como acuerdos frágiles sometidos a la furia de las nuevas derechas. Da igual hacia dónde dirijamos la mirada. En Israel, una sociedad mayoritariamente envilecida aprueba la destrucción de vidas y ciudades palestinas, en una escala de crueldad que era inconcebible hace no mucho. En Estados Unidos, una amplia mayoría social aplaude la política brutal de Donald Trump contra la inmigración y los fanáticos MAGA (Make America Great Again) disfrutan con el estilo autoritario del presidente. Allí donde no están en el poder, las derechas radicales invierten todo su esfuerzo en erosionar la democracia tal como la hemos conocido. La fuerza y la imposición han vuelto a cobrar prestigio y cada vez más gente parece seducida por la agresividad en el ejercicio del poder.

Los políticos de las nuevas derechas aspiran a reventar los consensos sobre los que se construyeron las democracias liberales tras la II Guerra Mundial. Lo hacen con total desprecio hacia quienes piensan diferente (son “lunáticos” para Trump, “zurdos de mierda” para Javier Milei, “bolivarianos” para Isabel Díaz Ayuso). Desprecian la argumentación, el conocimiento y los principios morales. Cuanto más incoherente, simplista y beligerante es el discurso, más lo celebran sus seguidores. Esto incluye desafiar a las instituciones democráticas y el Estado de derecho.

Que esta degradación política se extienda por los países más desarrollados requiere una explicación. Necesitamos entender por qué tanta gente está dispuesta a hacer saltar por los aires los últimos restos de racionalidad que quedaban en la política. Algunos atribuyen esta política patológica a los estragos mentales causados por las redes sociales. Otros, a las desigualdades económicas y a los excesos de la globalización y el neoliberalismo. Permítanme que presente en unas pocas líneas una vía de explicación algo distinta.

En sus orígenes, la democracia representativa tuvo un fuerte componente aristocrático; no solo porque el voto estuviera limitado a los hombres propietarios y con educación, sino, sobre todo, porque se suponía que los representantes elegidos eran los mejores y más virtuosos (entre las élites sociales). Aquellos políticos del siglo XIX practicaban una política paternalista, partían de la base de que la gran masa social no estaba preparada para participar en los asuntos públicos. Los representantes se agrupaban en los parlamentos por afinidad de intereses, formando partidos de notables, sin apenas raíces sociales.

La presión de la clase trabajadora y el sacrificio humano en la Gran Guerra produjo la extensión del sufragio, primero a todos los hombres y luego también a las mujeres. La democracia y la representación cambiaron profundamente. Surgieron los partidos de masas, cuyas familias principales fueron los socialdemócratas y los democristianos. Si bien los partidos establecieron vínculos fuertes con sus comunidades de apoyo, conservaron no obstante la capacidad de organizar y estabilizar el espacio político. La relación entre los líderes y los votantes seguía siendo vertical, aunque algo menos que antes. Los líderes ocupaban todavía una posición prominente, de cierta superioridad. Las “masas” se mostraban deferentes hacia las decisiones que tomaban las organizaciones partidistas. La representación descansaba sobre la confianza en unos líderes políticos predecibles, que se debían a sus electorados pero que gozaban de un margen de maniobra considerable. A su vez, los grandes medios de comunicación (prensa, radio, televisión) y los intelectuales más prestigiosos organizaban el debate público.

Todo esto es lo que parece estar saltando por los aires. La verticalidad del vínculo representativo se encuentra en cuestión. Mucha gente no quiere que los partidos les digan lo que tienen que pensar o hacer, ni que los medios fijen los temas de debate. El “aristocratismo” de la representación está ya cercano al grado cero. Esto no significa el fin o la renuncia de la representación. Más bien, nos aproximamos a una representación completamente horizontal, en la que el representante está al servicio de los impulsos inmediatos de la ciudadanía.

Un número creciente de personas quiere líderes que sean iguales a ellos, que no osen ponerse por encima, ni reclamar una sabiduría superior. El representante es ahora un servidor del pueblo, una mera caja de resonancia de las inclinaciones del electorado. Mucha gente ha renunciado a buscar políticos bien preparados y partidos sólidos; aspiran más bien a líderes disruptivos, rudos, ignorantes y divertidos, que en cualquier caso no se sometan a los dictados del establishment y lleven a cabo sin contemplaciones lo que sus representados les piden (expulsar a los inmigrantes, acabar con lo woke, apoyar a Israel o cualquier otra barbarie de nuestros días). El principio supremo es que nada se interponga entre el líder y su comunidad de apoyo.

El resultado más directo de la aparición de este tipo de representación es que las normas y valores que configuraban los consensos básicos en el juego político dejan de operar. En consecuencia, la política se vuelve descarnada y deriva en una competición entre los representantes por la mayor autenticidad posible, es decir, por la identificación completa e incondicional con sus seguidores. No sorprende entonces que rechacen toda posibilidad de entendimiento o acuerdo con otros políticos. Desde esta lógica un tanto peculiar, un acercamiento entre políticos se percibe como una traición a los seguidores, es decir, como una concesión a un sistema podrido de componendas.

Según lo entiendo, este vaciamiento de la representación clásica es consecuencia de un proceso de transformación de mayor alcance que va mucho más allá del ámbito político. Que la representación clásica esté cuestionada y se exploren formas totalmente horizontales de relación entre el político y la ciudadanía responde a un proceso más general de desintermediación en múltiples esferas de la vida social. El mismo descrédito que sufren los partidos tradicionales se extiende a los grandes medios. La gente rechaza el ánimo prescriptivo de los medios, prefieren que la información fluya por canales horizontales como son las redes sociales. En el fondo, es el mismo mecanismo que hace que tantos se sientan atraídos por las criptomonedas (que no necesitan de la certificación de los bancos centrales).

Todas las actividades que prescinden de los mecanismos clásicos de intermediación gozan hoy de gran prestigio. Hay un escepticismo muy generalizado hacia cualquier forma de autoridad jerárquica, ya sea en la política, los medios, las finanzas o la cultura (la gente presta mayor atención a las valoraciones de los usuarios que al juicio de críticos y expertos). En buena medida, el caos que se asocia a la política de nuestros días es consecuencia del fenómeno más general de desintermediación social (del que me ocupé en un libro, El desorden político).

La digitalización nos ha enseñado a hacer las cosas por nosotros mismos en muchos ámbitos de la vida. La mayoría de los intermediadores nos resultan inútiles y detestables. El problema específico de la política es que no sabemos cómo prescindir de la representación (que no es sino una forma de intermediación). No aceptamos de buen grado estar sujetos a las visiones de partidos, medios o expertos, pero no podemos librarnos de ellos (a diferencia de lo que sucede con muchas otras instancias de intermediación que han ido desapareciendo). De ahí que estemos ensayando con estas formas de representación horizontal que explotan las derechas radicales. Quizá hayamos ganado en libertad y autonomía personales, pero el precio a pagar es encontrarnos en una barahúnda permanente.



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