Dicen los estudios que solo el 3% de los mamíferos son monógamos. Somos curiosos, siempre queremos probar la manzana, y algunas especies tienen la excusa de la supervivencia. El fútbol es un mundo particularmente promiscuo, donde los dueños de los cromos los cambian e incluso los ceden cuando han perdido el interés, y los jugadores pican de flor en flor para rentabilizar los mejores años de su físico. Por eso resulta conmovedor el club de los hombres de un solo equipo, el One Club Men, que integra a los futbolistas que juraron amor eterno a un escudo, en la salud y en la lesión; en la riqueza y en la pobreza, rechazando tentadoras ofertas millonarias para irse con otra. Los que, pudiendo tener a cualquiera, eligieron quedarse con la única y gozaron de la complicidad de directivos que supieron ver que, aunque se juega con los pies, este deporte es una industria sentimental, una pasión compartida, comunitaria, que demanda victorias y títulos, pero también la construcción de leyendas, es decir, identidad. La fidelidad siempre es trabajo de dos.

Es un club selecto, reducido, pero con representantes en diferentes países. En Inglaterra, Ryan Giggs debutó a los 17 años con la camiseta de los red devils y se la tatuó hasta su retirada, 963 partidos después, con 40. Gary Neville y Paul Scholes, dos más de los Fergie boys, también jugaron toda su carrera en el Manchester United; Tony Adams, que había sido el más joven en colocarse el brazalete de capitán del Arsenal, vistió los mismos colores en tres décadas distintas. En Italia, cuando, en 2017, Francesco Totti colgó las botas con 41 años, diez tornillos en el tobillo y una placa de acero en la pierna, lo contemplaban cinco lustros con la camiseta de la ciudad eterna, la de la Roma. El gladiador jugó 786 partidos con el mismo escudo, al que escribió 307 cartas de amor en forma de goles; Un cuarto de siglo le dedicó también Paolo Maldini al Milan, bodas de plata: 902 días con el uniforme rossonero. En España, Manolo Sanchís, perteneciente, como Maldini, a otra saga futbolística, y miembro de la quinta del buitre, estrenó ficha con el Madrid a los 12 años y de blanco se retiró. En el Barça, un chaval llamado Carles Puyol hizo en 1995 las pruebas para ingresar en La Masia y pasó 19 años ligado al equipo: “Llegué como un niño y me voy con una familia”, dijo en su despedida. Con Messi, que igualó en 2017 el número de partidos de El tiburón (593) y llegó a los 778 vestido de blaugrana, no pudo ser, y abandonó el club en 2021. En A Coruña, con la retirada de Fran, O neno, se extinguió el Super Dépor. Lo quería Cruyff para el dream team y llegó a firmar un precontrato con el Madrid, pero al final, ganó el miedo a la morriña y el jugador, pura clase sobre el césped, se retiró en 2005 tras 18 años de entrega al equipo blanquiazul.

En Bilbao, que trabaja el fútbol como el picapedrero la cantera, buscando entre la masa, puliendo lo que mañana servirá para levantar un edificio, hay más nombres (Iribar, Txetxu Rojo, Julen Guerrero…) y de hecho, el Athletic entrega desde 2015 el premio One Club Man -desde 2019 hay una versión femenina-, a futbolistas que han desarrollado su trayectoria en un único equipo. También en la Real Sociedad, que abandonó en 1989 su política de no contratar a extranjeros, hay grandes representantes de la monogamia futbolera, como Arconada, que desarrolló toda su carrera profesional con los donostiarras.

Dice Jorge Valdano que “el fútbol representa todas las taras de la globalización” y que, al transformarse en “un negocio sin fronteras”, ha “convertido a los aficionados en clientes”. Como siempre, tiene razón. Por eso en el vertiginoso intercambio de bienes y mercancías que define a la economía global aumenta la ilusión -y por tanto el valor- de que algo o alguien sea enteramente nuestro. El terrible episodio de 2002, cuando un energúmeno culé lanzó una cabeza de cerdo a Figo en el regreso del jugador al Camp Nou, ahora con la camiseta del eterno rival, el Madrid, solo puede entenderse como un ataque de cuernos. El portugués que le había hecho feliz tantas veces paseaba por el mismo estadio con otra. Le habían roto el corazón.

Suele haber premio, en forma de emocionantes homenajes, para el selecto club de jugadores que cumplieron sus votos y renunciaron a cifras mareantes en paisajes oscuros, como el saudí. Pero salvando algunas notorias excepciones, como la de Pep Guardiola en el Barça, no hay tantas gratificaciones cuando las leyendas regresan al equipo de sus amores en otro formato, el de entrenadores. Ya lo dice la canción: “Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”.



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