Criminal peligroso, padre y esposo dedicado, marido violento, adolescente amenazado por pandillas, pandillero, migrante indocumentado, trabajador honesto… Definir quién es Kilmar Armando Abrego García es el pulso que mantienen sus defensores y el Gobierno de Donald Trump. Este último, empeñado en endosarle crímenes a pesar de no contar con ninguna acusación formal, y su familia, en desmentirlos. Ángel o demonio, lo cierto es que, involuntariamente, Abrego García se ha erigido en el mayor símbolo de la polémica en torno a la legalidad de las deportaciones de Trump. Y en su mayor requiebro, después de que la Administración reconociera que su expulsión a El Salvador fue “un error”, afirmación que ahora intenta contradecir.
El salvadoreño, de 29 años, fue deportado el 15 de marzo al país centroamericano junto a 238 venezolanos y 23 salvadoreños acusados de pertenecer a las pandillas Tren de Aragua y MS-13. Los tres aviones en que fueron trasladados aterrizaron en El Salvador a pesar de que un juez había ordenado su regreso. De nada le sirvió la protección que un juez le otorgó en 2019, que prohibía su deportación por el temor a que sufriera represalias, incluso la muerte, si regresaba a su país. Un país que le vio crecer hasta los 16 años, cuando emprendió un viaje que se creía sin retorno al sueño americano.
Kilmar nació en 1995 y su infancia y adolescencia transcurrió en Los Nogales, un barrio obrero de San Salvador. Su padre, Armando Abrego, fue policía y conducía un taxi y su madre, Cecilia García de Abrego, tenía un puesto de tortillas y pupusas caseras en el garaje de su casa. Kilmar y sus hermanos colaboraban con el negocio familiar comprando las provisiones y repartiendo los encargos. Los amigos de la infancia entrevistados por varios medios lo perfilan como un niño común, a quien le gustaba jugar al fútbol, montar en bicicleta y hacer guerras de globos de agua con sus amigos. Uno de ellos, declaró a The New York Times que “le gustaba hacer bromas y causar problemas”.
En esa época El Salvador vivía una guerra interna entre las pandillas, que luchaban por incorporarse territorios. La violencia se convirtió en rutinaria a manos del MS-13 (como se conoce a la Mara Salvatrucha) y Barrio 18, que buscaban nuevos reclutas en las escuelas. Barrio 18, atraída por el negocio, extorsionaba a su familia y presionaba para que Kilmar se uniera al grupo. El hijo mayor, César, huyó hacia México y siguió hacia Estados Unidos, donde años después consiguió la nacionalidad.
La familia se mudó de barrio, pero los pandilleros les encontraron y continuaron la presión. “Aparecerán en bolsas negras”, ha declarado su madre que les decían. Los padres de Kilmar temían por la vida de su hijo y acordaron que, con 16 años, siguiera el camino de su hermano. En 2011, escapó de las amenazas de la mara y cruzó ilegalmente la frontera con Estados Unidos. Llegó hasta Maryland y se ubicó en el condado de Prince George, donde permanecería los siguientes 12 años.
Fue allí donde conoció a la que sería su mujer, Jennifer Vásquez Sura, que había salido de una relación tóxica y tenía dos hijos pequeños, una niña con epilepsia y un niño que era autista. Ella recuerda que hubo química en la primera cita, que celebraron en el interior de un coche para almorzar. A Vásquez Sura le causó buena impresión que le llevara unas piruletas para sus hijos. Poco después comenzaron a vivir juntos y Kilmar asumió el papel de padre de los niños.
Cuando esperaban un hijo, en 2019, ocurrió el primer percance con la justicia. Esperaba afuera de una tienda de Home Depot, en Hyattsville, Maryland, donde acudía para conseguir trabajo como jornalero, cuando fue detenido junto a otros tres hombres, a quienes no conocía. Dos de ellos fueron identificados como miembros del MS-13 y a Kilmar le acusaron de lo mismo. Una gorra del equipo de fútbol americano los Chicago Bulls y su sudadera con capucha fueron las pruebas que los agentes aportaron. Una fuente anónima confirmó su pertenencia a la pandilla, pero nunca se pudo comprobar. Abrego García siempre ha negado formar parte del MS-13.
A pesar de ello, fue transferido al Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) y le mantuvieron siete meses en un centro de detención, donde se le abriría un proceso de deportación. Fue allí donde, separado por una mampara, contrajo matrimonio con Vásquez Sura, que cargaba un embarazo de alto riesgo. Tampoco pudo recibir a su primer hijo, que nació con una malformación del oído y más tarde fue diagnosticado con autismo.
El proceso migratorio se cerró con el fallo de un juez que le concedió un estatus de protección especial, que prohibía su deportación a El Salvador por entender que su vida correría peligro si lo hacía. Un estatus que el Gobierno de Trump ignoró cuando lo envió al país centroamericano.
El encierro fue traumático para Abrego García y empezó a tener comportamientos violentos con su mujer, que llegó a solicitar dos veces una orden de protección judicial. Vásquez Sura declaró ante el juez que la agredió verbalmente y físicamente y que rompía cosas en la casa, lo que atemorizaba a los niños. Sin embargo, no dio seguimiento a la orden, y al no comparecer quedó sin efecto.
Desde el Gobierno se ha usado este episodio de su vida para criminalizarlo: “Los hechos son claros: Kilmar Abrego García es un inmigrante ilegal violento que abusa de mujeres y niños. No tenía ningún derecho a estar en nuestro país y nos enorgullece haber deportado a este violento matón”, ha declarado la subsecretaria Tricia McLaughlin en un comunicado.
Vásquez Sura, que desde su deportación lucha incansablemente por la devolución de su marido, ha justificado en numerosas declaraciones que su esposo sufrió depresión tras la detención y que la terapia sirvió para que la pareja siguiera adelante con su vida familiar. “Nadie es perfecto y ningún matrimonio es perfecto”, declaró. “Kilmar es un compañero y padre cariñoso, y seguiré apoyándolo, luchando por la justicia y exigiendo su regreso a la familia que lo ama”.
Su lucha ya supera los 50 días, el tiempo que lleva sin tener noticias de él, como recordó el primero de mayo en una protesta ante la Casa Blanca. Fue el 12 de marzo un día fatídico que cambió sus vidas. Abrego García acababa de recoger a su hijo de cinco años, cuando fue interceptado por agentes de ICE. Apenas tuvo tiempo de llamar a su esposa para decirle que le estaban deteniendo, aunque no entendía por qué. Los agentes le dieron a Vásquez Sura diez minutos para que acudiera a recoger a su hijo. Y esa fue la última vez que vio a su marido.
Tres días después, en una breve llamada, le dijo asustado que creía que le deportaban a El Salvador. Ella lo pudo confirmar al ver una foto publicada de detenidos encarcelados en la prisión de Cecot, el centro penitenciario ideado por el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, para encerrar a los pandilleros, conocido por las inhumanas condiciones en que se mantiene los presos. Le reconoció por sus cicatrices y tatuajes. Unos dibujos bajo la piel que las autoridades han convertido en la prueba irrefutable de que pertenece al MS-13. El propio Trump publicó una foto en la que mostraba el puño de Abrego García con los tatuajes de sus nudillos: una hoja de marihuana, una cara sonriente con X como ojos, una cruz y una calavera. Tatuajes que se consideran comunes por los expertos y no pueden probar su pertenencia a las pandillas.
La jueza de distrito de Maryland, Paula Xinis, que ha llevado el caso, ha rechazado las pruebas aportadas por el Gobierno que le vinculan al MS-13. La magistrada mantiene un pulso con el Ejecutivo después de que a primeros de abril calificara de “ilegal” la deportación de Abrego García y exigiera al Gobierno que lo llevara de vuelta a EE UU. El proceso judicial ha llegado hasta el Tribunal Supremo que, por unanimidad, manifestó que el Gobierno debe “facilitar” el regreso del salvadoreño. Ni siquiera el fallo del alto tribunal ha conseguido que la Administración Trump, resuelta a no corregir su error, gestione su devolución. El caso no se ha cerrado y la última estrategia del Gobierno ha sido declarar que sus gestiones son “secreto de Estado”, para evitar cumplir con la orden judicial de dar información sobre sus movimientos para liberarlo.
Más bien al contrario, en su empeño en criminalizarlo, ha aportado nuevas pruebas: un vídeo de un control de tráfico en el que conducía un vehículo en el que trasladaba a nueve migrantes y que las autoridades encuentran sospechoso de tráfico de personas. No se presentaron cargos contra él y fue liberado con una multa por conducir con un permiso caducado.
Abrego García, sobre quien no pesa ninguna acusación, continúa encarcelado en El Salvador, en otra cárcel que no es Cecot, de la que fue trasladado. Su pertenencia o no a una pandilla criminal es objeto de discusión en círculos políticos y sociales y su caso se ha convertido en un símbolo de las injusticias cometidas para conseguir la mayor deportación de la historia de Estados Unidos.
“Quizás, pero quizás no”, escribió el juez J. Harvie Wilkinson III, magistrado conservador de un tribunal federal de apelaciones en Virginia, al preguntarse si Abrego García era pandillero. “De todas formas, aún tiene derecho al debido proceso”, sentenció.
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