En Perú no tienen dudas. León XIV nació en Estados Unidos, pero es peruano. Consideran que los más de 20 años que pasó en el país forjaron la imagen de “pastor con olor a oveja” que tanto gustaba a Francisco. Sin Perú en su historia, dicen, Robert Francis Prevost no sería Papa. Y algo de razón pueden tener. Fue allí donde metió “los pies en el barro”. Quienes lo frecuentaron durante aquellos años lo recuerdan callado, casi tímido, pero firme en sus convicciones. Fue misionero, pero también político. Llegó como pastor agustino a Churucanas, en el norte rural del país, en 1985, con 30 años. En 2023, antes de ser llevado a Roma por Francisco, era vicepresidente de la Conferencia Episcopal en Lima, la capital. Así como les habló a los pobres en su idioma, exigió al autócrata Alberto Fujimori que pidiese perdón a las víctimas de sus prácticas represivas. Cuando estalló el escándalo de abusos sexuales en el Sodalicio para la Vida, fue uno de los pocos que escuchó a las víctimas y llevó el caso hasta Francisco, quien terminó por disolver la congregación. “Es el Papa que necesitábamos”, resume monseñor Guillermo Cornejo, obispo auxiliar de Lima y sucesor de Prevost en la diócesis de Chiclayo.

Una foto muestra a Robert Prevost sobre un caballo y rodeado de niños en una pequeña comunidad del norte peruano; en otra se lo ve con el agua por encima de las rodillas durante una inundación; en una mesa de madera rústica comparte comida bajo un tinglado de troncos. Cuando León XIV era Prevost en Perú, hablaba poco y hacía mucho. “Era un cura como le gustaba a Francisco. Cuando hubo desastres, se hizo de pico y pala y trabajó con todos. Con su maletita y muy humilde, nadie imaginó que llegaría a Papa”, dice Cornejo. Las estadías de Prevost en Perú se dividen en tres etapas. La de Churucunas termina en 1987. Un año después, tal vez movido por la añoranza, decide volver. Perú era entonces un caos, devastado por la hiperinflación y con la guerrilla de Sendero Luminoso en su apogeo. Se quedó diez años, suficientes para compartir todo el gobierno de Fujimori, devenido en dictadura tras un autogolpe de Estado. Se instaló entonces en Trujillo, al norte de Lima, y desde allí dirigió la formación de los aspirantes agustinos. En 1999 volvió a irse.

Pablo Larrán es un agustino español que llegó a Perú en 1979 como misionero y nunca se fue. Conoce a Prevost desde hace cuatro décadas. “Tenemos 69 años los dos. A mí, la vida me llevó a un seminario menor en León y a Roberto a un seminario menor en Chicago. Él se forma como agustino. La identidad de un agustino es la de un hombre que crea en la unidad, unidos un alma sola y un solo corazón en Dios”, dice en una sala del colegio Nuestra Señora del Consuelo, en Lima, del que es director. Pocos como el padre Pablo —así lo llaman— conocen tanto a Prevost. “Él era una persona normal, no salía en los medios, no escribía libros, no tenía charlas multitudinarias. Pero se subía a su caballo y se iba a la sierra y como en la sierra hablan el quechua aprendió quechua. Era un matemático, pero cuando llegó a Churucanas supo dónde estaba. Lo que interesa no es lo yo le enseñe a la gente, sino que la gente me comprenda. ¿Y qué comprende? A veces no lo que les digo, sino que me vean con un caballito llegar a su lugar y saludarlos en su idioma”, dice. Y de ahí sale la foto del caballo y los niños.
La tercera etapa de Prevost en Perú es la del trampolín a Roma. Regresa en 2014 como jefe de la diócesis de Chiclayo, una ciudad de medio millón de habitantes al norte de Lima, por orden de Francisco. El argentino lo conocía desde hacía más de 20 años. Como general de los agustinos, Prevost había viajado a Buenos Aires, ciudad de la que Bergoglio era arzobispo. Fue entonces que Prevost se hizo ciudadano peruano. José Luis Pérez Guadalupe es teólogo y fue ministro de Interior de Ollanta Humala. En 2015 firmó el documento de nacionalización de Prevost. El trámite, obligatorio por ley, no fue, sin embargo, sencillo. “Me llaman de la Conferencia Episcopal y me dicen ‘José, hace seis meses que no hay obispo en Chiclayo y el nuevo titular no puede asumir porque el trámite de nacionalidad está atorado en migraciones’. Encuentro una serie de burocracias, no sé si adrede o no, eran trabas absurdas. Hablo con el presidente y le dijo ‘esto tiene que salir’. Y ahí sale la firma del presidente”, revela Pérez Guadalupe.

El paso de Prevost por Chiclayo lo saca, en parte, del anonimato. En 2017, Fujimori recibe el indulto presidencial en la condena por delitos de lesa humanidad y se va a su casa. Prevost le exige entonces públicamente que pida perdón a las víctimas del terrorismo de Estado. Pérez Guadalupe dice que “lo de Fujimori fue bien importante”. “Centrado en las víctimas, le dice de forma directa que tiene que pedir perdón, y lo hace de un modo no violento pero con firmeza. Más que a Fujimori, fue un mensaje en defensa de las víctimas. Lo mismo en los casos de pederastia: su posición fue clarísima a favor de las víctimas”.
Los casos de pederastia a los que refiere el exministro son los del Soladicio para la Vida, una congregación de ultraderecha creada en Perú en 1971. Pedro Salinas es uno de los periodistas que con sus investigaciones propició la caída del grupo suprimido por Francisco el 20 de enero pasado, tras revelarse múltiples casos de violaciones a los derechos humanos contra sus miembros. “En 25 años de historia de abusos, solo hemos tenido cinco obispos que asumieron el caso del Sodalicio, y uno de ellos fue Prevost”, dice desde Roma, adonde ha viajado para presenciar la elección del nuevo Papa.

“Prevost fue uno lo que hace de intermediario cuando las víctimas y sobrevivientes reclamamos una reunión con los obispos en Lima. Lamentablemente, ese Episcopado cobarde nos hizo creer que iba a hacer algún tipo de acciones, pero no hizo nada. Prevost se diferencia del resto y siempre estuvo atento al caso. Cuando Francisco lo hace cardenal y lo nombra prefecto para el Dicasterio de los Obispos se convierte en uno de los asesores del Papa. Se reunía con él cada sábado y el caso del Sodalicio siempre estaba presente. En diciembre del año pasado, fue Prevost quien finalmente nos gestionó la reunión con el Papa”, cuenta. Salinas está convencido de que las denuncias de encubrimiento de casos de abuso que Prevost enfrentó antes del cónclave fueron “una venganza del Sodalicio junto con la facción más ultraconservadora de la Iglesia”. “La salida del arzobispo más emblemático del Sodalicio, José Antonio Anselmi, fue una decisión conversada entre Prevost y Francisco, y eso no se lo perdonaron jamás. Por eso a este Papa hay que cuidarlo”, advierte.

Prevost es callado y extremadamente reservado, pero sabe lo que quiere, dicen quienes lo han tratado. Monseñor Cornejo lo reemplazó en el obispado de Chiclayo y recuerda perfectamente la recomendación que recibió de su predecesor. “En política es muy prudente”, cuenta. “Cuando lo reemplacé me recomendó que fuese a los eventos a los que me invitasen, que hablase con los alcaldes. Yo seguí su consejo todo ese tiempo que estuve allá. Me decía que siempre que hubiese una oportunidad de hacer presente a la Iglesia, no había que desaprovecharla. Por ese era una persona muy cercana a las autoridades”, explica.
Pérez Guadalupe coincide en que este perfil político de Prevost es el que lo lleva, finalmente, a la Conferencia Episcopal como parte de una estrategia más amplia planificada desde el Vaticano. “La Conferencia Episcopal no representaba a la Iglesia peruana porque estaba controlada por el Opus Dei, que en Perú no tiene tradición, ni parroquias ni nada. La punta de lanza del giro que quiso darle Francisco a la situación fue Prevost. Y lo pusieron a prueba. Le fue bien porque tiene una gran capacidad conciliatoria. Llegó a ser vicepresidente de la Conferencia y eso es raro siendo extranjero”, dice.
Y tras el político, otra vez el hombre que cultivaba la amistad y las pocas palabras. El padre Pablo rememora el último encuentro en el Vaticano con su amigo, ya cardenal: “Yo siempre le dije Roberto. La última vez que nos vimos le pregunté cómo debía llamarlo, si eminencia o cardenal. Me dijo ‘oye, como te digo yo a ti’. Pablo, le respondí. ‘Pues yo soy Roberto”. Así, con esa sencillez, Prevost dejó su marca en un país que ahora lo siente como propio. “A la vida le daría cinco minutos más para entender”, dice el padre Pablo, “y Prevost le da 15 minutos. Por eso es Papa”.
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