Los países latinoamericanos subsisten bajo un entramado global que los obliga a priorizar el bienestar de los inversionistas por encima del de su población. Y que rara vez es cuestionado. Esta nota es parte de una serie de cinco artículos que devela el andamiaje legal internacional que sustenta múltiples injusticias.
Guatemala es un Estado pequeño, quizá más de lo que sus inversionistas estiman. Su producto interno bruto representa apenas una quinta parte de las ventas globales de Honda y Shell, dos de sus principales inversionistas extranjeros.
Por ello, lo que para un corporativo es una inversión modesta, para el pequeño país centroamericano es un tsunami. Cuando en 2021 la empresa luxemburguesa Millicom decidió realizar una inversión —modesta en términos globales— dentro de Guatemala, el país sufrió un frenesí. La sola actividad de Millicom hizo que los números de inversión extranjera de Guatemala alcanzaran su máximo desde los años setenta.
En ningún lado la falta de proporción entre Guatemala y sus inversionistas es más evidente que cuando ambos actores se enfrentan legalmente.
El ring legal
En el ring legal de las controversias de inversión, los corporativos internacionales son peso completo y Guatemala, con un equipo legal de apenas cuatro individuos dentro de su Ministerio de Finanzas, es peso pluma.
No sorprende que los inversionistas tengan amedrentado a Guatemala, demandándolo de manera constante por cuestiones tan absurdas como haber permitido protestas indígenas, defendido el derecho a la vivienda o incluso por no renovarles concesiones de las que se sienten dueños.
Como ha mostrado el trabajo de Lisa Sachs, directora del Centro sobre Inversión Sostenible de la Universidad de Columbia (CCIS), Guatemala con frecuencia pierde estos casos, no porque sea culpable, sino porque no tiene buena defensa.
En el sonado caso TECO vs. Guatemala, en el que el país fue condenado a pagar casi 50 millones de dólares de indemnización a una empresa energética, TECO ganó en gran medida porque Guatemala no llevó bien su caso. Otras empresas energéticas, con casos similares, han perdido.
Cabe preguntarse si, para un país como Guatemala, tiene sentido seguir suscribiendo tratados de inversión que permiten que empresas los demanden. Quizá no. Un metaanálisis de 74 estudios mostró que suscribir tratados de inversión no aumenta las inversiones. Basta ver la enorme inversión de EE.UU. en China, pese a la falta de acuerdos de este tipo, o el caso de Brasil, que no permite las demandas de inversionistas ante tribunales internacionales y aun así recibe amplia inversión.
Tampoco es necesariamente cierto que los tratados ayuden a despolitizar los conflictos entre gobiernos e inversionistas, como argumentan sus partidarios. Como ha mostrado con creces Donald Trump, la presión política de Estados Unidos ocurre con o sin tratados.
De hecho, existe una tendencia global a la cancelación de tratados de inversión que permiten demandas. En 2006, el 54 % de los acuerdos incluían cláusulas que permitían que empresas demandaran a gobiernos y el 85 % protegía contra expropiaciones. Para 2020, esos números ya son 36 % y 51 %, respectivamente.
Mientras tanto
La renegociación de tratados de inversión puede tomar años y muy probablemente deberá hacerse en conjunto con otros países centroamericanos.
Mientras eso sucede, Guatemala debe invertir seriamente en mejorar su equipo legal. Chile es un buen ejemplo de que hacerlo es posible.
Es imperante que Guatemala también cree un sistema único y centralizado de evaluación de cambios regulatorios. Una oficina encargada de validar que los cambios se han hecho siguiendo el debido proceso de forma que se puedan evitar demandas.
También es importante que Guatemala vigile a sus empresarios domésticos que han comenzado a crear holdings empresariales en otros países para poder demandar como si fueran extranjeros. Esta es una perversión del modelo de inversión que no debe ser tolerada.
Pero sobre todo, quizá lo más relevante es la urgencia de que Guatemala redefina su estrategia de atracción de inversiones hacia una que no esté basada en la desproporción de fuerzas, sino en el interés público.
Un mejor sistema consideraría la asimetría de poder entre Estados y empresas y solo permitiría que “la demanda refleje el tamaño real de la inversión de la empresa en Guatemala, no el peso global de la empresa”, como ha señalado adecuadamente Enrique Lacs, exviceministro de Economía de Guatemala.
Esto implicaría establecer “máximos de compensación” con base en el peso relativo del país. Es decir, las sumas compensatorias se calcularían con respecto a la proporción de inversión que tiene la empresa en Guatemala, no con respecto a las ganancias que la empresa espera tener según sus propios cálculos a futuro.
El gobierno guatemalteco no es un santo. Sus problemas de corrupción y arbitrariedad existen y, de presentarse, los inversionistas deben tener canales de defensa. Lo que no puede continuar sucediendo es que Guatemala se resigne a ser rehén de un sistema internacional que lo pone en desventaja.
El país tiene opciones: fortalecer sus capacidades legales, revisar sus compromisos internacionales y regular de forma inteligente. Es tiempo de que los países pequeños construyan un entorno donde la inversión extranjera no sea una amenaza, sino una aliada de su desarrollo nacional.
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