Superficialmente, los gobiernos de México y Estados Unidos parecen muy diferentes. La presidenta mexicana Claudia Sheinbaum es todo lo que el presidente estadounidense Donald Trump no es: científica en cuestiones climáticas, política consolidada de izquierda, oradora mesurada. Ante el comportamiento errático y hostil de Trump, Sheinbaum ha logrado proyectarse como su antítesis, oponiéndose desde los aranceles y a la retórica antimigrante del norte.
Las diferencias entre ambos líderes son reales. Pero en un aspecto clave, los actuales gobiernos de México y Estados Unidos comparten una peligrosa semejanza: una actitud de resistencia hacia ciertos pilares de la democracia. Ambos intentan debilitar la independencia de la prensa, atacar al poder judicial y controlar los espacios de información. Ambos estigmatizan voces críticas, toleran o promueven campañas de troleo en línea, buscan controlar las redes sociales y socavan la transparencia y el derecho a la información pública.
Hoy, México y Estados Unidos comparten un ADN que debería preocupar a quienes defienden la democracia y los derechos humanos. Ambos usan su poder para atacar a los medios independientes. En México, es ya la segunda administración presidencial consecutiva en la que la comunicación política se ha centrado en conferencias matutinas que se han convertido en foros para estigmatizar a quienes cuestionan al poder ejecutivo, evitando preguntas de medios independientes. Según el monitoreo de Animal Político, una de cada tres preguntas en esas conferencias es dirigida a medios oficiales o actores cercanos al gobierno. En EE UU, la Casa Blanca ha negado el acceso a conferencias de prensa a medios importantes solo por criticar las políticas gubernamentales.
Ambos atacan a universidades y centros de investigación. Durante la presidencia del mentor y predecesor de Sheinbaum, Andrés Manuel López Obrador, se atacó regularmente a la academia en conferencias matutinas, se etiquetó a los investigadores como una élite corrupta, se desmantelaron centros de investigación universitaria reconocidos —como el CIDE— y se iniciaron procesos judiciales por crimen organizado contra científicos. En el norte, la Administración Trump ha atacado a las universidades, calificándolas como bastiones radicales, y trató de eliminar programas que consideraba contrarios a sus políticas, como los de lucha contra la discriminación.
En redes sociales, ambos muestran una profunda aversión a la crítica. Informes creíbles han documentado cómo el gobierno mexicano incentiva a troles y campañas de desinformación. Además, en ambos países hay alianzas con troles, e incluso con periodistas y medios, donde “la verdad oficial” sustituye la crítica seria y el periodismo independiente.
El Gobierno de Sheinbaum ha propuesto una nueva Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión que podría facultar a una agencia estatal para bloquear plataformas digitales por motivos vagos y sin supervisión judicial. Peor aún, están pendientes propuestas legislativas en materia de seguridad e inteligencia que crearían un sistema de vigilancia masiva. Esto ocurre mientras México ha sido reiteradamente señalado como uno de los principales usuarios del spyware Pegasus, incluso contra defensores de derechos humanos y periodistas.
Aunque ambos gobiernos muestran hostilidad hacia las reglas fundamentales de la libertad de expresión, también resisten el control judicial independiente. La negativa de la administración Trump a acatar órdenes judiciales, el arresto de una jueza y la denostación de la judicatura no se ha limitado a temas migratorios, especialmente cuando el Departamento de Estado ha derogado normas que protegían a periodistas de posible persecución criminal.
En México, la situación es aún más grave. La última línea de defensa del Estado de derecho —un poder judicial autónomo— está siendo desmantelada. Informes de medios y organizaciones nacionales revelan evidencia de candidatos judiciales vinculados con el crimen organizado. Además, las instituciones electorales no garantizan la integridad del voto.
Por supuesto, hay diferencias importantes. México sigue siendo un lugar extremadamente peligroso para ejercer el periodismo. El año 2022 fue el más letal registrado para la prensa mexicana, con más asesinatos de periodistas que cualquier otro país no en guerra. Para marzo de 2025, ya se habían reportado tres periodistas asesinados.
Según el informe Barreras Informativas de Artículo 19, entre 2018 y 2024 se registraron más de 3,500 agresiones contra la prensa en México, con funcionarios públicos involucrados en casi la mitad de los casos. La impunidad supera el 84%, consolidando un entorno permanentemente riesgoso para el periodismo.
Los presidentes van y vienen. Pero la democracia requiere instituciones sólidas de rendición de cuentas y respeto por la libertad de expresión. Los simpatizantes políticos pueden aplaudir estas acciones antidemocráticas, pero las lamentarán cuando todo se descomponga, cuando sean ellos quienes sufran la represión, cuando reclamen y nadie escuche, y cuando se queden sin medios comprometidos con informar los hechos.
Ambos gobiernos parecen haber olvidado que, sin prensa libre e independiente, jueces autónomos y derecho a la información, la democracia no puede sobrevivir.
Comentarios