Guillermo Vilas contó hace años en una televisión argentina el origen supuesto (el que él vivió) del efecto liftado en el tenis, su éxito en la élite. Vilas rememoraba un encuentro con un profesor que le habló del efecto que podía tener mediante distintas fuerzas del aire la pelota de tenis al golpearla. El efecto Magnus. Cuando la bola gira hacia delante, el aire se mueve más lento en la parte superior pero el giro consigue que el aire se mueva más rápido en la parte inferior. Como el aire va más rápido, la presión es más baja, y la diferencia de presión lleva la pelota abajo. De ahí que el liftado eleve la bola a toda velocidad pero esta caiga también muy rápido. Vilas lo resumió a la manera canchera: “La bola se frena”. Llegó a un torneo a Tokyo con el avance revolucionario en la cabeza, y allí se encontró, un día que estaba comiendo mirando a una pista, una bola a toda pastilla girando hacia delante, frenada. Y otra, y otra. Se quedó con la boca abierta. “Era el insoportable Björn Borg”. “¿De dónde sacaste tú eso?”, le preguntó. “Se lo pregunté porque Borg es completamente cuadrado, nunca leyó un libro. Y él me dijo: ‘Mi padre juega al ping pong”.

Casper Ruud, noruego, es una fortaleza en tierra batida gracias al liftado como lo era Nadal: golpes agresivos que, con esfuerzo, pueden ser ganadores, pero que no dejan de ser una manera inteligente, táctica, de defensa. Un golpe de control. Pegarle fuerte para asegurar que la bola entre. Ponerla a fingir en el aire como bola lenta, pero envenenada y alta cuando toca suelo y sale despedida. Hay algo en ese golpe que recuerda sin misericordia a las peores palizas de la vida, aquellas que creíamos controlar porque venían frenadas sin saber que sólo es al aterrizar, y creerlas ya bajo nuestro dominio, cuando se demuestran ingobernables.

Jack Draper, británico, le pega a la bola como si el mundo le debiera algo. Zurdo y sin aparente esperanza en la tierra, ha hecho un Masters en Madrid de terror. Del mismo modo que Ruud, heredero de los cariños de Madrid por haberse criado en la academia de Rafa Nadal y entender el tenis como una laboriosa estrategia fundada en el control de los partidos. Fue lo que hizo Ruud pese a ponerse por debajo en el primer set: no perder el control, manejarlo incluso desde la derrota momentánea. En eso consiste también el tenis: en gestionar destrozos. De ahí la importancia del liftado, que fue un golpe de supervivencia hasta convertirse en un arma de doble filo.

La final del Masters enfrentó dos culturas conocidas, la de golpear hasta matar y la de resistir hasta sobrevivir. Draper contra Ruud. Ruud se impuso en el primer set porque tuvo paciencia y Draper en el segundo porque premió la impaciencia. En el tercero se agarraron a raquetazos en un juego interminable (1-1, al saque Draper) que acabó resolviendo el británico con saques de más de 200 km/h. Quizá ahí se estaban jugando más de lo que decían. Pero, si lo hicieron, no se sintió en el resultado. A Draper le falta control en la locura de golpes.

El tenis es un deporte tan solitario que en el entrenamiento se necesitan el uno al otro para calentar: tírame un globo, ahora una volea, ahora al revés. Se echan una mano para entrenar los golpes con los que luego se van a destrozar. Draper y Ruud se erosionaron mutuamente con la paciencia delicada con que se caen, de la nada, los imperios. Llegaron al tercer set escupidos por un oso. La fortaleza mental de Ruud contra la fortaleza física de Draper. Más viejo que la vida. Desenlace previsible: en el tenis la cabeza, de momento, destruye y construye más que un saco de golpes.



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