Faiza añade la misma coletilla a cada frase cuando describe cómo ha visto dispararse (hasta un 1.000%) los precios de los alimentos más básicos en estos dos meses de bloqueo total israelí a la entrada de alimentos, combustible y medicamentos en Gaza, el cerco más largo en año y medio de invasión. La coletilla es “si lo encuentras”, porque hoy, en la devastada Franja, lo que la población paga a precio de oro son productos que escasean: harina, pasta, azúcar o verdura. Carne, frutas o productos lácteos, simplemente, ya no hay. Durante los dos meses de tregua que el Gobierno de Benjamín Netanyahu rompió en marzo, el saco de harina de 20 kilos costaba 10 séqueles (2,4 euros o 2,7 dólares). Hoy está entre 1.000 y 1.300.
Con el 95% de las reservas de harina agotadas, según la Asociación de Panaderías de Gaza, un tema central de conversación entre las madres es cómo sustituir la falta de pan para sus hijos. Algunas machacan espaguetis (“también es caro, pero se encuentran más fácilmente”, dice Faiza) para añadirle agua y cocinarlo en un fuego alimentado con madera, ante la falta de electricidad y combustible para los generadores. Es el día a día en una situación que el director general de emergencias de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de la ONU, Mike Ryan, acaba de tildar de “abominación”.
De tan inaccesibles, las verduras se han convertido en producto de lujo. Esta misma semana, Faiza pagó 13 séqueles por una cebolla y 17 por cuatro tomates, cuyo precio se ha quintuplicado. Se lo puede permitir de tanto en tanto porque tiene un salario, a diferencia de la gran mayoría de los 2,2 millones de habitantes del enclave palestino, donde el paro alcanza el 68%, según difundió este miércoles la Oficina Central de Estadísticas Palestina, con sede en Ramala.
Buena parte de Gaza sobrevive con comida enlatada o los menguantes platos de lentejas, arroz o pasta que reparten las ONG con reservas que llevan dos meses sin reponer. “Muchas madres intentan acostar a sus hijos lo más temprano posible para que no se quejen de hambre. O con una sola comida al día, que suele ser la cena, para que al menos se vayan a dormir sin hambre. No llenos, pero al menos sin quejarse de hambre”, explicó este viernes Ghada Alhaddad, responsable de comunicación de Oxfam International en Gaza, en un encuentro online con organizaciones humanitarias con presencia en el terreno. Alhaddad contó el caso de una embarazada que quería una pieza de verdura tras tantas semanas sin probarlas. Compró un tomate a cinco séqueles, pero se sintió egoísta por no compartirlo con sus cuatro hijos y al final lo dividió entre cinco.

Si, tras dos meses sin alimentos, Gaza no ha entrado técnicamente en hambruna es porque las organizaciones internacionales, ONG y algunas familias o colectivos tienen reservas o las pudieron generar durante el alto el fuego. Hasta el 18 de marzo, cuando el Gobierno de Benjamín Netanyahu lo rompió unilateralmente. Había concluido su primera fase (en la que obtuvo la liberación de 33 rehenes) y no quería pasar a la segunda, porque eso obligaba a poner fin a la guerra. Reanudó los bombardeos constantes, cortó la entrada a Gaza de todo (alimentos, agua, medicamentos, combustible, aceite de cocinar…) y desconectó la única línea eléctrica que mantenía. Todo con el apoyo incondicional de EE UU.
Las reservas se agotan. La pasada semana, el Programa Mundial de Alimentos de la ONU anunció que había entregado a los comedores sociales lo que le quedaba, y que no daría para muchos días. Distribuyó de urgencia galletas con alto contenido energético, barritas de dátiles, aceite vegetal o comidas ya preparadas. Llegaron a 642.000 personas, salvo a la ciudad de Rafah, devastada, casi desierta e inaccesible porque Israel la incorporó el mes pasado a su zona bajo control con vocación permanente.
Los comedores sociales cubrían antes solo el 25% de las necesidades alimentarias diarias de la mitad de la población, pero eran su única ración asegurada. Ahora van cerrando uno detrás de otro, según se les acaban las provisiones, mientras se suceden las imágenes de niños, mujeres y ancianos luchando por una ración. Otra fuente de alimentos (los kits que distribuían las agencias humanitarias) lleva detenida desde principios de abril por el cerco completo israelí, que la ONG de derechos humanos Amnistía Internacional definió este viernes, al cumplir dos meses, no solo como un castigo colectivo y un crimen de guerra, sino también constitutivo del delito de genocidio, por considerarlo dirigido a la destrucción total o parcial del pueblo palestino.
Lucha por restos de comida
Por eso, en los últimos días, las imágenes que llegan desde Gaza (Israel impide a la prensa extranjera la entrada libre desde el principio de la guerra) dibujan un panorama aún más atroz del habitual. En un vídeo se ve a niños raspar restos de arroz de las grandes cazuelas vacías de las comidas colectivas, para poder llevarse algo a la boca. En otro, un anciano cae al suelo con la cazuela en la mano, incapaz de llegar al reparto ante tantos niños que tiene delante.
Hay quienes rescatan restos de harina de entre los escombros de casas bombardeadas o demolidas por los bulldozers. Llevan allí más de un año, contaba un anciano que lo hace. “Es una harina que no es normal… No se la comerían ni los animales. Aun así la estamos moliendo [con las manos] para poder alimentar a nuestros hijos. ¿Puedes ver la cantidad de arena que tiene? Comemos harina con arena”, dice mientras desgrana sobre un tamiz un trozo sólido y manchado que ha encontrado. Dentro del bloque, muestra, hay también trocitos de metralla, astillas de madera o piedras. Los niños de la familia, mientras, pasan el día buscando plásticos (tóxicos al arder, pero más accesibles), hojas de papel y cartones para poder encender un fuego con el que transformar en pan esa mezcla de harina y arena. Las 25 panaderías que recibían apoyo de Naciones Unidas llevan más de un mes cerradas, por falta de harina y de aceite de cocina, según su agencia humanitaria.
Sin electricidad ni combustible ni aceite, la mayoría de familias cocina haciendo un fuego con madera. Generalmente colocan como soporte unos ladrillos que han hallado entre los escombros y, encima, una sartén o cazo. O aprovechan un antiguo hornillo metálico. “Como te puedes imaginar, es una locura el humo que genera. A mi padre le afecta. Se vuelve difícil cocinar hasta las cosas más simples, incluso si tienes la suerte de encontrarlas en el mercado”, asegura Mariam por mensajes de audio desde Jan Yunis. Siente, dice, el peso en su cuerpo de la ausencia continuada de vitaminas y proteínas: “No recuerdo la última vez que tomé una pieza de fruta”.

Ante la carencia de café, las familias más pobres han comenzado a guardar los huesos de los dátiles, tostarlos y molerlos como sustituto, explica Faiza. “Dependemos de lo que tuviéramos antes del alto el fuego. Algunos pudimos almacenar algo. Muchos otros, no. Porque no podían o porque en general pensábamos: ‘Se ha terminado la guerra, por fin podemos volver a nuestras vidas’. No esperábamos regresar a esto tan poco tiempo después”, agrega.
La carne congelada que entró durante el alto el fuego es casi una quimera. El kilo de azúcar está ya en 70 séqueles. En Gaza, con amplia costa y tradición pesquera, el pescado disponible es ínfimo y a precios astronómicos. Capturarlo supone jugarse la vida, frente a los buques de la Marina israelí que la vigilan y abren fuego en ocasiones. “Uno de los trabajos más letales del mundo”, en palabras de Gavin Kelleher, manager de acceso humanitario de la ONG Consejo Noruego para los Refugiados que trabajó en Gaza durante más de un año durante la invasión.
Asaltos
En las dos últimas semanas se han multiplicado los asaltos a tiendas y cocinas comunitarias por gente tan hambrienta como desesperada. Cinco, solo el miércoles de la semana pasada, entre ellos el complejo de la agencia de la ONU para los refugiados palestinos (UNRWA, en sus siglos en inglés), donde la población penetró, robó medicinas y dañó vehículos, según detalló a la agencia Reuters una de sus oficiales sénior de emergencias, Louise Wateridge.
La agencia de la ONU especializada en la infancia, Unicef, ha identificado 10.000 casos de malnutrición aguda (1.600 de ellos, graves) en lo que va de año entre niños de seis meses a cinco años de edad. El número se dobló entre febrero, aún en pleno alto el fuego, y marzo. Este sábado, el Ministerio de Sanidad de Gaza, que recopila los datos que le envían los centros médicos, dio cuenta de la muerte en un hospital de la capital de una bebé, Yanan Saleh al Skafi, por malnutrición y desnutrición. Es el número 54, casi todos niños, por este motivo. “Estamos destrozando los cuerpos y mentes de los niños de Gaza. Los estamos matando de hambre. Somos cómplices”, dijo el pasado jueves el director general de emergencias de la OMS.
No es solo la ausencia de comida. Es todo un círculo. Sin electricidad desde el principio de la guerra, todo —desde los hospitales hasta la carga de teléfonos móviles a cambio de una pequeña cantidad— depende de generadores o de ingenios manuales, como placas solares que van a un alimentador. Y los generadores dependen de combustible que Israel mantiene esperando en camiones cisterna desde hace dos meses al otro lado de la frontera, a la espera de luz verde. Algunos heridos por los bombardeos son transportados a los hospitales directamente en burro.

La situación impondría una suerte de regreso a la producción local, pero la ganadería y la agricultura están devastadas. Israel acaba de incluir algunos de los escasos terrenos cultivables en la “zona de seguridad” que pretende controlar indefinidamente. En las últimas dos semanas, ha incendiado cientos de hectáreas de cultivos, con el objetivo de exponer los túneles que usan los milicianos y reducir el despliegue de tropas, según ha informado el canal 12 de la televisión israelí.
Todo mientras Israel empequeñece Gaza hasta extremos inéditos. La agencia de asuntos humanitarios de la ONU calcula que la población solo puede acceder ya al 31% del territorio, que ya era antes de la invasión el de mayor densidad de población del mundo: unas 5.500 personas por kilómetro cuadrado, 60 veces más que España. Cuarenta de los bombardeos en las seis semanas siguientes al fin del alto el fuego tuvieron lugar en Al Mawasi, la zona atestada de tiendas de campaña de desplazados que el ejército israelí declaró “humanitaria” y a la que exhortó repetidamente a la población a dirigirse.
En dos días de abril, Israel destruyó en tres zonas distintas 36 herramientas de maquinaria pesada, como excavadoras (que permiten retirar los escombros), camiones de agua y tanques de succión de cloacas, según el Comisionado de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Kelleher lo enmarca en una “campaña más amplia para convertirla en inhabitable”. Un vídeo mostraba recientemente a jóvenes quitando los escombros con las manos tras un bombardeo, para tratar de rescatar heridos, ante la carencia de maquinaria.
Las autoridades israelíes justifican el cerco absoluto en la necesidad de presionar a Hamás para que se rinda (que entregue las armas y a los 59 rehenes que mantiene) y en que el movimiento islamista roba la ayuda humanitaria, algo que no ha corroborado ningún organismo internacional u ONG con presencia en el terreno. No obstante, y ante la dimensión del deterioro humanitario, estudia reanudar en breve la distribución de ayuda, pero con un nuevo mecanismo, diseñado para que Hamás no pueda acceder a ella en ningún momento. Consiste en establecer puntos de reparto controlados por contratistas privados de seguridad o soldados. Las agencias humanitarias lo ven injusto e ineficiente. El medio estadounidense Axios publicó el viernes que Israel, EE UU y los representantes de una nueva fundación internacional están cerca de cerrar un acuerdo al respecto. La idea es ponerlo en marcha antes de que Donald Trump viaje al Golfo, el próximo día 13.
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