No todos los esclavos vestían igual. De hecho, había esclavos de lujo, a los que se llamaba peyorativamente mungos: sirvientes domésticos que vestían prendas tan exuberantes como pasadas de moda y cuyos oropeles indumentarios eran una forma de dar a entender que su amo tenía dinero y buen gusto. Julius Soubise fue, quizá, el mungo más célebre: pese a que la duquesa de Queensberry compró su libertad y lo trataba “como a uno más”, sus maneras y su indumentaria, propia de la aristocracia británica, lo convirtió en una especie de mascota para esa misma clase alta.
Aunque de una generación anterior, Soubise convivió brevemente en tiempo y espacio con Beau Brummell, el gran dandy primigenio, aquel que, según Virginia Woolf, “no se vestía para agradar, sino para dominar”. La del dandismo es una etiqueta compleja en la que caben una serie de personajes muy diversos entre sí: de Brummell, que ascendió socialmente gracias a romper de forma muy implícita pero revolucionaria con el estricto código indumentario masculino (pequeños detalles que emergían después de horas dedicadas a vestirse y asearse de forma muy disciplinada), al gusto por occidentalizar lo oriental de Lord Byron o, más recientemente, la teatralidad de Quentin Crisp o incluso el uniforme inmutable de Karl Lagerfeld. No hay en realidad un estilo uniforme entre estos o las decenas de personajes que podrían ser considerados referentes del dandismo; pero lo que sí los une es la atención que prestaron a la indumentaria (en un periodo en el que la moda era un asunto absolutamente femenino) y, sobre todo, la intención con la que lo hacían: para reivindicar su identidad a través de su propia noción de elegancia.
Hoy el dandismo se considera erróneamente un sinónimo de elegancia masculina a secas (signifique eso lo que signifique), pero lo cierto es que, aunque parezca una obviedad, esa reivindicación de la identidad mediante el uso de cierta ropa es propia de aquellos que tienen la necesidad de reclamar su reconocimiento en el espacio público, sea por cuestiones de clase, raza y/o género. De hecho, la palabra dandy nació en la Regencia Inglesa como una etiqueta peyorativa pensada para mofarse de todos aquellos hombres desclasados que adquirían usos y modas aristocráticas. Brummel era uno de esos desclasados, pero Soubise lo era más, porque era negro y esclavo.
Ahora el Museo Metropolitano de Nueva York quiere reivindicar la figura del dandi negro con su nueva exposición anual, quizá la muestra de moda más importante del mundo. Bajo el título Superfine: Tailoring Black Style (del 10 de mayo al 26 de octubre), la institución americana traza un recorrido por la historia de la indumentaria masculina hecha por y para los afrodescendientes, de aquellos esclavos de lujo y los que, una vez liberados, gastaban su poco dinero en el sastre por pura dignidad, a las estrellas de la música, el cine o el deporte actuales. Si la muestra une los puntos hablando de dandismo es precisamente porque esta historia está escrita con un enfoque muy claro: reescribir las normas de la elegancia a través de elementos indumentarios que homenajean los orígenes, se oponen al racismo estructural, reivindican el derecho al lujo o incluso expresan abiertamente la fluidez de género. Si el dandy, como suele decirse, no sigue la moda sino que la crea, la evolución del estilo de ciertas comunidades afrodescendientes es puro dandismo.

“Ilustrará cómo los negros pasaron de ser esclavizados y presentados como artículos de lujo, adquiridos como cualquier otro signo de riqueza y estatus, a ser individuos autónomos que autodefinen su estilo y marcan tendencias en todo el mundo”, explicaba a la revista Vogue (organizadora y patrocinadora de la muestra) su comisaria, Monica Miller. Profesora de Estudios Africanos en Barnard College, Miller escribió en 2009 el ensayo Slaves to Fashion: Black Dandyism and the Styling of Black Diasporic Identity, el primer volumen que traza la historia de la indumentaria negra desde esta perspectiva política y que ha servido de punto de partida para la exposición. “La muestra en sí marca un paso realmente importante en nuestro compromiso de diversificar nuestras exposiciones y colecciones, así como de corregir algunos de los sesgos históricos dentro de nuestra práctica curatorial”, comentaba a la misma cabecera Andrew Bolton, comisario jefe de la sección de indumentaria del museo neoyorquino.
Escribía bell hooks en uno de los ensayos que componen su libro Black Looks: Race and Representation que la moda negra siempre ha sido “una forma de proclamar identidad, de transformar lo que otros llaman exceso en poder”. Por eso, entre aquellos trajes dieciochescos de ciertos esclavos a la llegada del rapero Pharrell Williams a la dirección creativa de la línea masculina de Louis Vuitton (la marca de lujo más influyente del mundo) discurre un relato en el que la ropa, sea como sea, ha sido motivo de orgullo y de escándalo: los trajes a medida de los músicos y artistas de Harlem durante los años veinte y treinta del siglo pasado (el movimiento cultural llamado Harlem Renaissance), los zoot suits, esos trajes anchísimos de los negros y latinos de clases bajas durante los años cuarenta que dieron nombre a unas revueltas policiales en 1943, las camisas Dashiki que popularizaron activistas y cantantes de soul para reivindicar sus orígenes, el estilo exuberante y estudiadamente hortera de los protagonistas de las películas de la blaxploitation, la muy influyente estética del rap (por supuesto), los trajes fucsias y celestes de los sapeurs congoleños… cada estilo indumentario creado por y para los afrodescendientes nace con la finalidad dandy de salirse de los códigos de vestimenta del momento y crear un lenguaje propio en el que el lujo, la elegancia y la sofisticación —categorías históricamente asociadas a blancos y/o adinerados— cobran otro significado.

En este sentido, es tan dandy una zapatilla Air Jordan (que se popularizó precisamente por un acto de rebeldía del baloncestista), un kaftan ghanés de los que llevaba el editor de moda André León Talley, una pajarita del miembro de Outkast André 3000 o una chaqueta brillante a medida de las que creaban los Paisley Park para Prince. No es el qué sino el por qué y el cómo se llevaban ciertos objetos. Sin embargo, y pese a que estéticas como la del disco o el hip hop (y, en general, todo lo que ahora llamamos moda urbana) se cuentan entre las más influyentes tanto en la calle como en la pasarela, sus creadores nunca han recibido el crédito que merecen. Además del fallecido diseñador Virgil Abloh o Pharrell Williams (que en realidad es músico), ha habido y hay muchas marcas y diseñadores negros, pero, aunque su influencia es global, su visibilidad es más que reducida. Las razones son obvias.
La exposición tratará de borrar ese sesgo del que hablaba Bolton. Y, con suerte, hacer que muchos aficionados a la moda conozcan el origen político y racial de ciertas prendas que llevamos a diario. Otra cosa, sin embargo, es la cena benéfica de este lunes 5 de mayo que inaugurará la muestra, la famosísima Gala MET, el evento de moda más importante del mundo, en el que las celebridades más influyentes suben la escalinata del museo vestidas según la temática de la exposición y acompañadas del diseñador, casi siempre famoso, que les ha confeccionado el traje. Es difícil prever lo que sucederá, pero es bastante probable que se cruce la fina línea entre el homenaje y la apropiación cultural: que un vestido o un traje creados con un propósito concreto se conviertan en un disfraz, que sean pocos los diseñadores racializados asistentes (o que sean muchos, pero se vean opacados por las grandes marcas) o que los fastos de la gala conviertan una temática (por fin) reivindicativa en un puñado de memes sin contenido. Porque, como cuenta Miller en el libro con el que empezó la muestra: “Para los negros, vestirse siempre ha sido vestirse en contra de algo”.
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