El gobierno de una diminuta nación latinoamericana vuelve a cautivar a un número desmesurado de admiradores extranjeros, a los que utiliza para lavar su imagen internacional y a los que anima a llevarse a sus propios países pedacitos de su modelo autoritario.

Durante décadas, los admiradores fueron izquierdistas, y el destino fue la Cuba comunista. Llegaban de todas partes del mundo para visitar las escuelas y hospitales de Cuba, encontrando explicaciones o simplemente ignorando el hambre y los presos políticos, y regresando a casa con elogios acerca de la estrecha parcela de vida que sus supervisores gubernamentales les habían permitido contemplar.

Hoy en día los turistas revolucionarios están fuertemente escorados hacia la derecha, y su destino es el estado policial de El Salvador, dirigido por el todopoderoso presidente Nayib Bukele. Tucker Carlson, Matt Gaetz, Donald Trump Jr y un sinfín de influencers de derechas han peregrinado hasta allí. Elon Musk dialoga con Bukele en X y le recibió en la sede de Tesla en Austin. Bukele fue el segundo jefe de Estado al que llamó el presidente Donald Trump tras su investidura, y el primero y único de Latinoamérica en lo que va de mandato que le visitó en la Casa Blanca.

Desde el Che Guevara, ningún líder latinoamericano había presumido de un culto a la personalidad tan global, ni lo había empleado con tanta eficacia para vender al mundo una versión reluciente y solo parcialmente verídica de su revolución.

Para sus admiradores extranjeros, El Salvador de Bukele es una tierra de volcanes, bitcoin y ciudades surferas; antaño gobernada por pandillas despiadadas, ahora es una nación sin miedo, gracias a la sabia decisión de su líder de copar los tribunales, suspender garantías legales básicas y construir una enorme megacárcel en la que cualquiera puede desaparecer en cualquier momento, de hecho indefinidamente, sin comparecer jamás ante un juez ni conocer siquiera el motivo de su detención.

Los visitantes de Bukele aprenden que las redadas masivas, aunque detuvieran a miles de inocentes, eran la única forma de acabar con el dominio de las pandillas, del mismo modo que los visitantes de Cuba aprendieron en su día que su revolución comunista, aunque empujara a multitudes al exilio, era la única solución para las desigualdades de América Latina.

Los visitantes de Bukele aprenden, exactamente igual que los visitantes de Cuba en su día, que los derechos legales básicos y la democracia liberal son lujos burgueses que había que eliminar para que triunfara la justicia. Al igual que los cubanos de a pie dieron supuestamente la bienvenida a los pelotones de fusilamiento revolucionarios, los salvadoreños de a pie aplauden la vida en un estado policial.

¿De veras aplauden? Aunque Bukele ha perdido recientemente cierto apoyo, sigue siendo muy popular, y por una razón. Anteriormente, muchos salvadoreños vivían formalmente bajo un gobierno democrático, pero en realidad bajo la tiranía de las pandillas. Y por aplastarlas, Bukele ganó holgadamente la reelección (inconstitucional) sin asfixiar del todo a la oposición, algo de lo que nunca se preocuparon los dirigentes de Cuba.

Aunque más del 60% de los salvadoreños afirman que temen hablar de política, su gobierno no es (todavía) tan opresivo como el de Cuba, Venezuela o Nicaragua, y puede que nunca llegue tan lejos. El gobierno no asesina a sus críticos, que sepamos; sólo los vigila y da ejemplos encarcelando a líderes sindicales y activistas medioambientales. Hasta ahora, sólo un destacado colaborador de Bukele convertido en crítico ha salido de la cárcel en una bolsa.

Pero existe otro El Salvador, al igual que siempre existió otra Cuba — un lugar que Bukele y sus admiradores extranjeros no quieren que usted vea.

Donald Trump y Nayib Bukele

Se trata del El Salvador de las cárceles que nunca se fotografían. No el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), una obra ostentosa construida para albergar a pandilleros cubiertos de tatuajes, la mayoría de los cuales fueron detenidos antes de la época de Bukele y que constituyen una minoría de la población reclusa. Más bien, estamos hablando de los míseros gulags que albergan a la mayoría de las más de 81.000 personas detenidas en los últimos tres años, donde la tortura es habitual y muere un detenido cada cuatro días.

Es el país del director de prisiones Osiris Luna, sancionado por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos por hacer favores a los líderes pandilleros a cambio de su apoyo político antes de la represión, los mismos a los que Bukele afirma haber doblegado mediante la fuerza pura y dura.

Es un país en el que, desde el inicio de la represión de Bukele, cientos de personas han desaparecido, varias de las cuales han reaparecido enterradas en tumbas secretas; donde aproximadamente una de cada seis personas está al borde de la inanición y se están cerrando escuelas, a pesar de que el gasto público en contratos públicos opacos se ha disparado.

Hay una razón por la que Bukele pone tanto empeño en cultivar a sus apologistas. Es porque los necesita.

La verdadera tragedia de Cuba no fue que sus proselitistas se limitaran a hacer proselitismo; fue que varios de ellos exportaron lo peor de su modelo al extranjero, concretamente a Venezuela, cuyos autócratas socialistas aprendieron de Cuba cómo blindar a sus militares contra golpes de Estado y permanecer así en el poder indefinidamente, mientras se dedicaban a destruir sistemáticamente su país.

Los seguidores de Bukele también están empezando a dar el salto de la alabanza a la emulación. El envío de 238 migrantes, en su mayoría venezolanos, desde Estados Unidos a las megacárceles de Bukele, incluidas docenas de personas con peticiones de asilo en curso, y el 90 por ciento de las cuales nunca se habían enfrentado a ningún tipo de acusación penal, no sólo se produce con la cooperación de Bukele, sino que es una página sacada directamente de su propio manual.

En varios casos, los migrantes fueron detenidos por llevar tatuados logotipos de equipos de fútbol y nombres de familiares, supuestas pruebas de vínculos con bandas criminales. Al menos algunas de las entregas se hicieron en contra de órdenes judiciales. El parecido en las tácticas no es casual. El modelo de Bukele “tiene que ocurrir y ocurrirá en Estados Unidos”, dice Musk sin atisbo de ironía.

Bukele probablemente preferiría más turismo de surf que más presos, pero tiene incentivos para cooperar. Hay líderes de pandillas salvadoreñas que se encuentran bajo custodia estadounidense y a los que el Departamento de Justicia de Estados Unidos acusa de haber hecho tratos secretos e ilegales con el gobierno de Bukele (periodistas de investigación salvadoreños han hecho y justificado con pruebas acusaciones similares). Si los líderes de las pandillas logran testificar, podría socavar la imagen cuidadosamente cultivada de Bukele, haciéndolo parecer menos un valiente luchador contra el crimen y más el cabecilla de un estado mafioso. Por eso solo pide una cosa a la administración Trump: que retire los cargos y devuelva a los líderes pandilleros a El Salvador. Trump ya está cumpliendo.

Muchos intentos de exportar el modelo cubano fracasaron, aunque no sin antes hacer mucho daño. Probablemente ocurrirá lo mismo con el modelo Bukele. Las redadas de hombres como Kilmar Abrego García ya están resultando impopulares y se enfrentan a importantes obstáculos judiciales. En comparación con El Salvador, Estados Unidos tiene un poder judicial más sólido -que puede y debe acabar legalmente con bandas como el Tren de Aragua sin recurrir a tácticas bukeleanas-, una oposición considerable y una población que no está dispuesta a renunciar a sus derechos básicos por la sencilla razón de que la inmensa mayoría no vive en peligro mortal a diario. Tampoco es probable que el modelo Bukele se trasplante del todo ni siquiera dentro de Latinoamérica (si la gente estuviera tan convencida como a menudo se nos cuenta, cabría esperar, a estas alturas, al menos un intento serio de réplica).

El resultado más probable es menos dramático y, si se tiene en cuenta la trayectoria de Cuba, más predecible. Con el tiempo, muchos de los admiradores extranjeros de Cuba se retractaron o guardaron un incómodo silencio mientras la revolución dejaba escapar sus muchas hipocresías y fracasos. Algunos se dieron cuenta de que sólo habían visto lo que querían ver, convenientemente interpretado por una autocracia cínica interesada principalmente en extender su propio control sobre el poder. El club de fans extranjeros se redujo. La autocracia permaneció. No se sorprendan si la historia se repite en El Salvador.



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