Acelera el tren suburbano de sur a norte en Ciudad de México, un miércoles cualquiera de la estival primavera capitalina. En la línea 3, siempre llena, derramada, hace un calor de sauna, duro, inmovilizante. Resbalan las agarraderas del vagón, el sudor de tanta gente, las lociones, un contraste húmedo con la sequedad ambiental. Se suceden las estaciones, Zapata, División del Norte, hasta que el tren llega a Centro Médico. Suben y bajan muchos viajeros, hay transbordo a la línea 9. Miradas rápidas se detienen un segundo extra en uno, en otra. Nadie dice nada, pero si los gestos hablaran, los ojos de miles, sus bocas, sus piernas, dibujarían una misma palabra: pinchazos.

No se piensa en otra cosa estos días en las autovías subterráneas de la capital. Desde mediados de marzo, las autoridades han recibido decenas de reportes por presuntos pinchazos contra usuarios del metro, desatando cierta paranoia entre los pasajeros y en la sociedad en general. Hace una semana, la fiscal de la ciudad, Bertha Alcalde, señalaba que, hasta principios de mes, la dependencia había abierto 41 investigaciones por pinchazos en el transporte público, la gran mayoría en el metro, confirmando “lesión por punción” en 15, y “presencia de estupefaciente” en cuatro.
Pocos colectivos son maltratados con la regularidad y la constancia de los pasajeros del metro chilango. Cuando no son averías, son accidentes, choques, ataques a machetazos, situaciones de acoso constantes en el caso de las mujeres… Esta semana, con los cardenales reunidos en Ciudad del Vaticano para elegir un nuevo papa, la broma en la línea 3 era la fumata blanca que de repente empezó a fluir de uno de los vagones. “¡Habemus avería!”, grito más de uno. Nada serio, por suerte. En el suburbano, el desastre está siempre a la vuelta de la esquina, acechante, y la resignación es, por fuerza, religión.
La alarma con el caso de los pinchazos parece más que justificada. No tanto por su incidencia, menor si se tiene en cuenta que el metro mueve cada día a más de tres millones de personas, pero terrible por las posibilidades que sugiere. México vive una crisis de inseguridad estacionaria, con cientos de masacres cada año, decenas de miles de asesinatos y miles de casos de personas desaparecidas. La crisis de los pinchazos ocurre además cuando aún colea el asunto del rancho de Teuchitlán, un predio en el centro de México donde criminales llevaban a jóvenes reclutas, forzados en muchos casos, para integrarlos en su organización.

Igual que en Teuchitlán, en el metro no es tanto lo confirmado, sino las posibilidades del horror. La idea de que alguien vaya con una jeringuilla, inyectando algún narcótico con el fin que sea, alimenta las fantasías de un país harto de violencia. Hasta ahora, las autoridades han realizado detenciones en tres situaciones de pinchazos. En algunos, pudieron acreditar que los detenidos habían robado pertenencias a las víctimas. En otros, nada. Hubo uno, incluso, en que los pinchazos fueron producto del choque de las víctimas con la mochila de otro pasajero, que transportaba unos palillos de madera.
En la estación de Centro Médico, el espacio se achica. Decenas de personas suben y bajan escaleras, entran y salen de vagones. Es fácil entender por qué los pinchadores han elegido en muchas ocasiones estaciones de esta línea para atacar a sus presas: disimular es fácil. Aglomeraciones momentáneas, nudos densos que se deshacen al cabo de dos o tres minutos. Uno de los ataques fue aquí, en Centro Médico. Otro, en la misma línea, entre Guerrero y Balderas, otro en Hidalgo, también en la tres, otro en Indios Verdes, la parada final, uno más a una parada de distancia, en la línea azul, en Bellas Artes…
Estas pequeñas aglomeraciones suponen situaciones ideales para los atacantes, difíciles además de detectar. ¿Qué pinta tiene alguien que carga una jeringuilla con ketamina –o la droga que sea– en la bolsa? Algunas de las víctimas han señalado a sus posibles atacantes. Una dijo que observó a una mujer que le empujó y posteriormente perdió de vista entre la concurrencia que esperaban al convoy. Otra describió al probable agresor como un hombre de la tercera edad, de estatura promedio y tez blanca, que vestía una camisa a cuadros. La policía de la ciudad informaba a este diario esta semana de que a la fecha ha realizado 1.600 revisiones en las estaciones. Buscar una aguja en un pajar.
Hace unos días, a finales de abril, una mujer denunció un posible pinchazo, precisamente aquí, en la estación de Centro Médico. Asustada, la mujer, identificada como Cecilia en las notas que publicó la prensa más tarde, contaba: “Bajando las escaleras me empecé a sentir mal, no había sentido ningún pinchazo, no sentí nada hasta que me empezó a arder el brazo. A la hora de revisarme, tenía un piquete, sentía como quemazón y me empecé a pellizcar, iba caminando y mi reacción fue salir a la tienda que está fuera del Metro a pedir ayuda”. La mayoría de las víctimas denunciantes estos dos meses han sido mujeres.

Historias como la suya abundan estos días. Una de las últimas ha sido la de Anaid Martínez, que denunció un ataque en metro Consulado, en el cruce de las líneas cuatro y cinco, en el norte de la ciudad, esta misma semana. Martínez, que compartió su caso en redes sociales, explicaba que de repente empezó a sentirse mal. Sentía “la boca entumida, las piernas flojas, hormigueo en manos y pies”. La mujer logró salir del tren. En los pasillos de la estación, una oficial la atendió. De allí fue al hospital, donde un médico le dijo que seguramente le habían inyectado ketamina.
Parte del miedo tiene que ver con la sensación disruptiva de malestar, el temor a desmayarse en el vagón, a que el atacante aproveche la situación. De momento, lo único detectado han sido robos, algo menor, dadas las circunstancias. La Fiscalía ha prometido informar de toda novedad y llegar al final del asunto, promesa regulable dependiendo de las nuevas urgencias que atenazan la salud del monstruo urbano. Este sábado, la alarma se activaba en Monterrey, en el norte. Un caso de pinchazo. La gente mira de reojo, hace sus transbordos, agarra su mochila. El miedo manda.
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