—En este país, los trabajadores no quieren más descanso. Quieren ganar mejor —alegó, el año pasado, un líder sindical morenista que hoy ocupa una curul en la Cámara de Diputados. Su nombres es Pedro Haces.

Un mundo dado vuelta, donde la izquierda avanza hacia la derecha con cínica serenidad.

—En este país, la mayoría de los trabajadores son jóvenes y quieren trabajar doce, quince horas al día —afirmó, sin rastro de bochorno, el secretario general de la Confederación Autónoma de Trabajadores y Empleados de México. La CATEM.

Pedro Haces haciendo un Pedro Haces: dejando claro que lo suyo no es proteger al obrero, sino conservar intacta la sonrisa de su amigo del patrón.

Para sostener su argumento, el diputado apeló a dos viejos fantasmas. Dijo que si se aprueba la reforma de la semana inglesa —el viejo anhelo de trabajar de lunes a viernes como banqueros suizos—, las horas extras no desaparecerán: simplemente mutarán. Aparecerá el viejo Scrooge en precios al alza y nos las cobrará. Además, nos recordó a la vieja bruja: vendrá la inflación y nos comerá.

Un legislador de izquierda en todo rigor: por el bien de todos, primero los patrones.

Nada nuevo. Inserte aquí un rendido bostezo.

En México, desde los lejanos días de la Revolución, pactamos dividir el día en tercios: 8 horas para trabajar, 8 para descansar, 8 para vivir. Aquella sencilla matemática, el artículo 123 constitucional —ese número que trepa como escalera hacia un país más alto— la consagra a la letra: la jornada máxima será de ocho horas; los días de trabajo, seis.

¿El resultado aritmético? Cuarenta y ocho horas a la semana.

¿El resultado humano? La mitad de nuestros trabajadores vive con ansiedad. Una cuarta parte, en depresión.

Un cálculo sencillo de costo insoportable.

México vive en el pasado. O, de forma más precisa, trabaja en él. Ocho horas tarde.

 Desde 1935, la Organización Internacional del Trabajo —a través del Convenio 047— recomendó una jornada laboral de 40 horas a la semana. Cinco días de trabajo, dos de descanso. Nada radical: apenas una actualización aritmética. Los trabajadores deberían participar de los beneficios del progreso técnico. Porque —usted no va a creérmelo, pero— el 2025 ya no es la era industrial.

 La sugerencia de trabajar 40 horas semanales no es —como imagina Pedro Haces— una excentricidad escandinava dictada por populistas que lucran con el bienestar. Es, en realidad, la norma. Práctica común en casi todos los países que integran la OCDE.

Salvo que seas México o Colombia.

Desde la OCDE ya nos han pegado un grito: nuestros trabajadores son pobres. Pobres de salario y pobres de tiempo. Miserables de ocio, indigentes de descanso, carentes incluso para el cuidado personal. Con 13.5 horas para todo lo que no es trabajo: divertirse, comer, ver a sus hijos, trasladarse y —si aún les quedan algunos minutos al fondo del bolsillo— dormir.

La vida comprimida.

Para cambiar tan precaria situación han existido iniciativas. Todas con el común denominador de la resistencia. Patricia Mercado —al menos desde 2019— lo viene agitando como bandera: repensar las horas y actualizar el modelo.

Patricia Mercado hace falta en Morena.

Así, como quien no está dispuesta a que los naranjas se estacionen a la izquierda de los guindas, Sheinbaum prometió en su toma de protesta en el Zócalo de la capital.

—Estoy segura de que lo vamos a lograr, en acuerdo con las y los empleadores iremos alcanzando paulatinamente en el sexenio la semana de 40 horas —afirmó.

Porque nadie tildará de propaganda la idea de que la protección a los trabajadores constituye el núcleo duro del obradorismo. La llamada Transformación no se limitó a devolverles una narrativa de inclusión. También les puso en las manos algo concreto: salarios decentes, utilidades y el fin de la infame subcontratación.

Pronto, dicen, volverán a entregarles vivienda.

Pronto, afirman, también les entregarán ocho horas menos de trabajo a la semana. Ocho horas más de vida.

El Día del Trabajador del primer año de gobierno de Sheinbaum Pardo, Marath Bolaños lo ha anunciado: la instauración paulatina de la semana laboral de 40 horas en el país.

En medio del huracán Trump, de los problemas financieros que nos respiran en la nuca y de la incertidumbre provocada por la humeante reforma judicial —cuando tantos repiten como coartada que no es buen momento para nada—, Sheinbaum no ha reculado.

—Siempre es un buen momento para defender a los trabajadores —zanjó.

Por el bien de todos, primero los trabajadores.

Vítores y aplausos ambientan el Salón de Tesorería de Palacio Nacional. Pedro Haces no sabe en donde meterse. Sabe que las miradas se posan sobre él.

¿El proceso? Foros. Con trabajadores, empresarios, académicos y todo el que tenga algo que decir. Foros que, dicen, concluirán el 7 de julio ¿El objetivo? Redactar una hoja de ruta que permita llegar con cautela a la jornada laboral deseada. ¿La fecha límite? Enero del último año de gobierno de la primera mandataria.

Dentro de los acuerdos habrá que prever asuntos no menores: cómo garantizar que las horas extras —esas que deberían ser pagadas al doble— efectivamente se cubran, qué parte de ellas serán bendecidas con exención impositiva y con qué sectores se empezará. Inserte aquí la advertencia del diablo y su morada en los detalles.

El primer Día del Trabajador bajo el mando de Sheinbaum cerró como uno de auténtica izquierda: una izquierda que incomoda a los Pedros Haces.



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